viernes, 18 de diciembre de 2015

EL MIRÓN




          Una de mis distracciones favoritas es ponerme frente al ordenador, visualizar el correo y dar un repaso por los distintos periódicos para ponerme al corriente de las noticias. Aunque desgraciadamente, poco varían de un día para otro. Estas, se repiten un día sí y otro también, como: un nuevo caso de corrupción; un horripilante ataque hiyadista; un político que se defiende con un “y tú más”; y no es que refieran al presidente en funciones de Catalunya, que esta es otra… En fin, a lo que voy, mi vista no suele perder detalle de todo lo que esa pantalla se digna a ofrecerme. Pero algo, en este hábito, cambió.

     Sí sigo sentado frente al ordenador, pero mi vista ya no está tan pendiente de la pantalla, va más allá. Y cuando digo más allá, me refiero a que traspasa la ventana de la habitación donde me encuentro y se centra en el edificio que tengo al otro lado de la calle. Una calle estrecha, por lo que es fácil visualizar las personas que lo habitan y sus movimientos, eso, si las ventanas de sus pisos no tienen echadas las cortinas, y más, si permanecen abiertas.  

     Pues bien, ¿por qué la pantalla del ordenador ya no es el centro de mis miradas?; porque es más interesante observar lo que acontece en ese edificio de enfrente. La interpretación de lo que veo, lo dejo al libre albedrío de mi mente. 

     Me he convertido en un simple mirón, para pasar en ciertos momentos a ser un auténtico voyeur. Este proceder, me recordó, en parte, a la película de Albert Hitchcotck “la ventana indiscreta”. Como podréis recordar, el protagonista (James Stewart), se ve obligado a permanecer en reposo, en una silla de ruedas, con una pierna escayolada. Para distraerse, se dedica a observar, desde la ventana de su apartamento, a las personas que ocupan las viviendas de enfrente. Su curiosidad llega a tal extremo, que se hace valer hasta de unos prismáticos para ampliar y acercar más los personajes a los que observa. No sigo con el comentario, por si alguien que no haya visto la película, tiene interés en visualizarla.  Solo mencionar que al igual que el protagonista, yo también me he hecho valer de unos prismáticos.

     El que ahora me haya centrado en observar el edificio de enfrente, no quiere decir que antes no hubiera echado alguna miradita a las gentes que lo habitaban, pero llegó a carecer de interés para mí. Unos niños que traían de cabeza a su madre, eso en el primero; en el segundo, una señora viuda, entrada en años, que se pasaba horas y horas frente al televisor; el tercero, llevaba tiempo sin habitar, por lo que la vista directamente pasaba al cuarto y este, era ocupado por un matrimonio de edad avanzada, cuyo comportamiento no difería del acostumbrado en cónyuges de esas edades. Desde mi posición, mi vista tenía acceso a ver de ese edificio, el salón y una habitación. Siempre y cuando, como digo, no tuvieran echadas las cortinas ni las persianas.

     Bien, como podéis imaginar, ante esta panorámica que apreciaba desde el cuarto piso, de los cinco que componían el bloque en el que yo habitaba, dejó claramente de ser un entretenimiento. No tenía ningún aliciente ir observando el comportamiento de esas personas, pero algo sucedió que hizo cambiar este criterio. Y eso ocurrió, al llegar a mis oídos el ruido de unas persianas. Ese día, tenía mi ventana completamente abierta y cualquier ruido externo muy bien podía llegar a escuchar.

     ¿Qué hizo acaparar mi atención? Simplemente ver quien era la persona que hizo levantar la persiana de ese tercer piso que tanto tiempo llevaba bajada. Mi curiosidad aumentó, cuando se abrió la puerta corredera del salón y ese alguien, se asomó al balcón. No era ni más ni menos que la figura de una mujer, y qué mujer. Francamente, sus formas estaban pero que muy bien definidas. Lucía un pantalón vaquero muy ajustado y una blusa bastante ceñida a su cuerpo. No le vi bien la cara ya que su mirada era dirigida hacia la calle, pero no aparentaba ser mayor, ni excesivamente joven. Calculé que tendría alrededor de los treinta y cinco años. No me dio tiempo para más, porque inmediatamente dejó el balcón para entrar en el piso. Todavía pude distinguirla algo más al subir la persiana de la habitación y abrir la ventana.  En esta ocasión no llego a asomarse. Simplemente dejó la ventana abierta y observé como abría una maleta colocada encima de la cama,  sacando la ropa que contenía e ir colocándola en el armario de la habitación.

     Esperaba la presencia de un hombre en ese piso, pero no se produjo. Ni ese día, ni en días sucesivos. Me extrañaba que esa mujer con un cuerpo tan espléndido y espectacular como el que tenía, careciera de visitas masculinas. De lo que no escaseaba era de mis miradas, hasta tal punto que recurrí a unos prismáticos que tenía guardados y casi olvidados, pero que aparecieron para poder contemplar mejor y más de cerca, a esa fascinante mujer.

     Y digo fascinante, por poner un apelativo, porque se le podía aplicar cualquier posible excelencia que a uno se le pudiera ocurrir. Había conseguido verla, a través de la ventana de su habitación, casi desnuda, por no decir totalmente. Bueno, bueno… Si vestida se vislumbraba que poseía un cuerpo envidiable, no os podéis imaginar sin ropa.

     Miraba y miraba a esa mujer, hasta el punto de llegar a ser obsesiva mi conducta y no digo nada de lo que pasaba por mi mente. Eso sí, procuraba que ella no advirtiese que la estuviera mirando, aunque algunas veces, veía como su vista se alzaba hacia nuestro edificio. Pensaba que no llegaba a  verme, y si así fuera, ¿qué pasaría?

     Siguiendo con mi acecho, un buen día que ella salió al balcón, como tantos otros días, sus ojos se dirigieron hacia mi bloque. Me pilló desprevenido y ese día, si no lo había advertido antes, estaba claro que vio como la observaba. Una agitación nerviosa me entró. Creí que ahí se acababa el placer de contemplarla y de dar rienda suelta a esos pensamientos indecorosos que invadían mi mente calenturienta. Pero lejos de mostrarse ofendida por fijar mis ojos en ella, una sonrisa apareció en su rostro y de su boca partieron unas palabras que no pude oír ni descifrar. Sí que pude advertir un gesto y, si no lo interpretaba mal, era una clara invitación para que fuera a su piso.

      No duró mucho la estancia de esa imponente mujer en el balcón. Enseguida se introdujo en el salón y a mí me dejó atónito y perplejo. ¿En verdad esa mujer, por la que suspiraba, me había incitado a acudir a sus aposentos?  

     Estuve un tiempo que no salía del asombro y desconcierto. No me lo podía creer. Mi mente parecía estallar y mi corazón latía con tal fuerza que daba la sensación de querer salirse del pecho. Pero, por lo que intuí, estaba todo muy claro. Debía lanzarme en picado y caer en los encantadores brazos de esa mujer.
     
     Estaba dispuesto a presentarme en ese alojamiento donde me esperaba un pedazo de cielo, por no decir el paraíso, pero antes, quise despedirme de haber sido un vulgar mirón. Para ello, debía rendir un homenaje a esos benditos ventanales, echándoles una última ojeada.

     ¡Coño! Fue la primera palabra que acudió a mi boca. Mis ojos se negaban a ver lo que sucedía en el salón de esa mujer, por la que mi cuerpo y mi mente se encontraban tan alterados. Fue como si se hubiera producido un cataclismo. Dos mujeres se encontraban abrazadas sin dejar de besarse y no precisamente en las mejillas. Sus labios se fundían en apasionados besos.
    
     Aprecié con claridad que una de ellas era la mujer por la que tanto suspiraba, ¿y quién era la otra? Eché mano a los prismáticos y, ¡mierda!, pude reconocer quien la acompañaba. Aparte de salir de mi boca la expresión referida, bastantes más improperios y maldiciones, escupí. Algunos, fueron dedicados a esas dos mujeres, pero el resto, y hubo muchos, los destiné hacia mi persona, por fisgón, gilipollas y tonto del culo.

     No era para menos. La intrusa que ocupaba ese lugar, por el que yo suspiraba hasta ese momento, era una persona conocida. Tan conocida que se trataba de la ocupante del piso superior al mío. Era ella, y solo ella, maldita sea, la destinataria de esas sonrisas, de esas palabras y de esos gestos. Sencillamente, no era otra que: “la lesbiana del quinto”.

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